Tiberio, el emperador que no quería serlo

Augusto se casó tres veces. Su segunda esposa le dio una hija, Julia, célebre por su belleza. el emperador no tuvo hijos de su tercera mujer, la inteligente Livia, aunque ella tuviera dos de un matrimonio anterior, Tiberio y Druso. en una época de tanta inmoralidad, Livia fue un ejemplo de fidelidad conyugal, pese a los escándalos de su esposo. Livia se vengó sólo con sus actividades políticas.



Augusto nunca se atrevió a oponerse abiertamente a Livia y corría el rumor que Livia preparaba el camino del trono para sus hijos. Augusto había escogido como sucesor a su sobrino Marcelo, joven amable y de gran talento. Además lo había casado con Julia, de catorce años de edad, pese a las protestas de Livia. El muchacho, sin embargo, murió a los veinte años. Se acusó a Livia de haber intervenido en su muerte, sospecha compartida por Octavia, hermana de Augusto. El segundo heredero del trono fue Agripa, amigo de infancia de Augusto. El emperador compartió el poder con él dándole la mano de Julia, después de su duelo. Ésta tenía diecisiete años entonces: bella y deseosa de vivir, se vio casada de pronto con un hombre de la edad de su padre. A Augusto lo sorprendió también la muerte de este segundo yerno suyo. Pero Agripa dejaba tres hijos varones y el emperador se consolaba pensando que alguno de ellos podría sucederle. Pero los 2 primeros fallecieron en extrañas circunstancias y las sospechas volvieron a recaer en Livia; con todo, no existía prueba alguna. Quedaba vivo el menor, pero se portaba muy mal y Augusto se vio compelido a desterrarlo a una isla desolada. Apenas murió, su único nieto superviviente fue apartado de la sucesión al trono y murió ese mismo año 14 d. C. Se ignora quién dio la orden, si Augusto, Livia o Tiberio.

Eliminados los hijos de Agripa, el camino del trono quedaba libre para el mayor de los hijos de Livia: Tiberio, hombre de 56 años de edad, fuerte, serio y de carácter concentrado. Había asumido el año 4 d. C. el mando de las operaciones en Germanía y las había llevado a buen término, igual que antes su difunto hermano Druso. Tiberio cumplió con energía y a conciencia todas las misiones que se le confiaban, ganando prestigio de valiente y notable general. Pero Augusto no sabía manejar a este hijastro reconcentrado.

Livia había tenido un segundo hijo muy diferente de Tiberio: el alegre, vivaz y muy popular Druso. Había fallecido el año 9 a. C. entre indecibles sufrimientos, cuando regresaba glorioso de la misión que le había confiado Augusto, de conquistar los territorios comprendidos entre el Rin y el Elba, cometido en cuyo recuerdo se llamó Germánico a uno de sus hijos.

Para unir a Tiberio más a su familia, Augusto le mandó repudiar a su mujer, de la que estaba enamorado, y casarse con Julia. Pero no congenió con ella y se volvió aún más sombrío. Julia se vengó, con su desordenada vida. Augusto aguantó indulgente sus desarreglos; decía a veces, con triste humor, que sus dos hijos Roma y Julia le preocupaban mucho. Por fin se vio obligado a recluirla en un islote frente al litoral de la Campania. Tras la muerte de su padre, al que no sobrevivió mucho tiempo, Julia sería tratada aún con mayor severidad por su marido.

GOBIERNO DE TIBERIO Y PERSONALIDAD



Aún hoy se recuerda con desagrado el nombre de Tiberio. A la muerte de Augusto, aquél contaba cincuenta y seis años. No gozó una auténtica juventud: muy precoz, ya le llamaban "el viejo". Augusto apreciaba su sentido del deber y su talento militar, pero no pudo lograr hacerlo amigo suyo. Al fallecimiento del emperador, las legiones estacionadas en el Rin rechazaron la severa autoridad de Tiberio y ofrecieron la dignidad imperial a Germánico, de más popularidad. Era el hijo mayor de su difunto hermano Druso y de la bella Antonia, hija de Marco Antonio y de Octavia. Germánico rechazó el ofrecimiento de los amotinados y logró hacerles entrar en razón. Después consagró sus energías a vengar la derrota del bosque de Teutoburgo, y a procurar que Germanía tornase al imperio romano. Consiguió éxitos, pero carecía de la diplomacia requerida para aislar al avezado Arminio de sus aliados. Por tal motivo, el emperador ordenó a su sobrino retirar sus tropas del otro lado del Rin y dejar que los germanos ventilasen a su modo sus querellas intestinas, convenientes para Roma. Así, el Rin y el Danubio continuaron siendo la frontera entre romanos y germanos.

Germánico abandonó con pesar el teatro de sus hazañas, para desempeñar otras misiones pacificas en las fronteras orientales del imperio. Allí le llegó la muerte. El pueblo romano juzgó su desaparición como una catástrofe. Cuando su viuda, Agripina, pisó suelo italiano, el puerto estaba abarrotado de gente deseosa de manifestarle su condolencia; hasta en muros y tejados se veían personas enlutadas. Al desembarcar Agripina acompañada de dos de sus hijos, llevando la urna que contenía las cenizas de Germánico, la multitud estalló en desgarradoras lamentaciones. En Roma hubo funerales solemnes. Pronto se rumoreó que el joven no había fallecido de muerte natural y se achacó su desaparición a la envidia de su tío. Sospechas injustificadas que causaron a Tiberio la profunda amargura de sentirse odiado por un pueblo que, en cambio, adoraba a sus fallecidos hermano y sobrino.

Pese a su carácter sombrío y reconcentrado, Tiberio poseía también sus cualidades. Según Suetonio, sentía tal aversión al servilismo, que se levantaba de su silla al conceder audiencia a un senador. Cuando un antiguo cónsul fue a presentar de rodillas sus excusas a Tiberio, éste retrocedió con tanta brusquedad, que cayó de espaldas. Si alguien lo adulaba, en charla privada u oficial, Tiberio lo interrumpía desaprobando. Un día, alguien lo llamó señor; Tiberio le rogó no lo llamase en adelante de aquel modo "tan ofensivo". En cambio, recibía sonriente afrentas, calumnias y sátiras referentes a él y a los suyos. Comentaba entonces que una sociedad libre tiene derecho a expresarse con libertad. Adulando al emperador, el Senado quiso dar su nombre a uno de los meses del año, honor ya ofrecido a sus dos predecesores; Tiberio respondió secamente: "¿Y qué haréis cuando os encontréis con el césar decimotercero?" Tiberio no quería que el pueblo lo venerara como a un dios, ni le dedicara templos, ni le erigiera estatuas. Más de una vez repitió al Senado que se consideraba "servidor de la sociedad". Tiberio formulaba el principio que haría célebre Federico II: el soberano es el primer servidor del Estado. Quiso dar a sus súbditos ejemplo de sobriedad. Suetonio cuenta que en los banquetes oficiales, a menudo hacía servir los restos de la víspera. Un día llegó a la mesa la mitad de un jabalí; ante la desaprobación de sus distinguidos huéspedes, objetó: "Medio jabalí tiene trozos tan buenos como un jabalí entero". Promovió la prosperidad de las provincias, de todas formas posibles. "Un buen pastor esquila a sus ovejas, pero no las esquilma", advertía a los procónsules en exceso codiciosos y explotadores. Si a veces dejaba sus provincias a tales gobernantes, atentos sólo a sus intereses particulares, comentaba con humor que obraba así porque "las moscas hartas son menos golosas que las moscas hambrientas".

De poco le servían estas buenas cualidades y cumplir sin desaliento sus deberes de jefe, reprimir el bandolerismo y otros delitos, usar los fondos públicos con parsimonia y no desperdiciar dinero ni esfuerzos cuando era menester reparar los quebrantos de malas cosechas, incendios y otros desastres. Cada vez era más evidente que Tiberio no debía esperar gratitud alguna por su abnegación hacia Roma. Sus súbditos sólo veían en él sus brusquedades. Los malquistaba con Tiberio el que éste no organizase juegos de gladiadores y combates de fieras más que a disgusto y que nunca asistiese a espectáculos sangrientos si otros los ofrecían. Los romanos juzgaban fastidiosa y triste la Roma de Tiberio. El pueblo abrigaba un solo sentimiento respecto a su emperador: el temor. Tiberio respondía con el desprecio, volviéndose cada día más misántropo. Detestaba a los aduladores que se arrastraban ante él y lo injuriaban apenas volvía la espalda. César y Augusto aceptaron a los hombres tales como eran; Tiberio fue incapaz de ello. No sabía condescender ni acomodarse al espíritu de la época. Solamente Sejano, el prefecto de los pretorianos (su guardia imperial), se había ganado su ilimitada confianza desde el día en que, en un viaje por la Campania, el emperador se detuvo en una gruta para reparar fuerzas, pues de pronto se desprendieron de la bóveda enormes piedras que aplastaron a varios servidores, y mientras todos huían, pensando sólo en su propia seguridad, Sejano se arrojó sobre Tiberio, protegiéndolo con su cuerpo. Pero Sejano era astuto, cauteloso como una serpiente que despliega sus anillos en silencio. Logró hacerse indispensable a Tiberio y al mismo tiempo supo convertir a sus pretorianos en instrumento seguro. Incrementando su influencia sobre el emperador, Sejano ganaba amigos en las más altas clases sociales y los proponía al emperador en los nombramientos de procónsules. Mientras cuidaba así su popularidad entre los optimates, Sejano esforzóse en profundizar el abismo que separaba al pueblo del emperador, cultivando la desconfianza y misantropía del solitario. Se convirtió en el genio malo de Tiberio. Éste simbolizaba así sus relaciones con el pueblo romano: "Tengo un lobo cogido por las dos orejas". Pero el lobo tenía las orejas cortas; por ello tenía que agarrarlas muy fuerte, si no quería ser devorado.



Criticar las declaraciones o los actos del emperador llegó a ser motivo suficiente para caer en su desgracia. Cuanto más seguro se sentía Sejano, en medio del terror provocado por él, más temerario era. ¿Por qué, siendo jefe de diez mil legionarios custodios del imperio romano, no podría convertirse en dueño de todo el imperio? El hijo del emperador, Druso, era un obstáculo: el heredero del trono no era fácil de engañar y adivinaba los más íntimos pensamientos del ambicioso comandante de la guardia. Druso odiaba al favorito de su padre. Un día no pudo contenerse: la escena empezó por un cambio de chanzas y acabó con una bofetada de Druso al pretoriano. Desde aquel momento, Sejano no retrocedió ante ningún medio para aniquilar al heredero. Se hizo asiduo de la esposa de Druso; colmándola de atenciones, logró seducirla hasta tal extremo, que mandó preparar a su médico personal un veneno que la desembarazó de su marido.

Eliminado Druso, tres personas impedían aún el camino de Sejano: los tres hijos varones de Germánico. Su madre era la altiva y ambiciosa Agripina, hija de Julia. Como otros muchos, sospechaba que el emperador había mandado matar a su esposo y, mujer apasionada, no se recataba en divulgarlo. Sejano demostró un maquiavelismo, atroz. Incitó a Agripina a cometer imprudencias, comprobando satisfecho que crecía la desconfianza de Tiberio hacia su sobrina. Sejano vio ganada la partida. Hizo acusar a Agripina y a sus hijos de alta traición y que el Senado los condenase a destierro o prisión. Los tres se dejaron morir de hambre. Pero el favorito imperial obraba tan a su antojo, que Tiberio empezó a desconfiar de él, como de los demás, y a temerle. Un día tuvo pruebas que Sejano conjuraba contra él. El traidor debía recibir su castigo, pero el viejo emperador no se atrevió a hacerlo directamente, por temor a una posible rebelión de los pretorianos. Socavó con astucia el poder de Sejano. El Senado y el pueblo debían saber que Sejano no era tan poderoso como antes. Tiberio siguió colmándole de honores, pero, de vez en cuando, le reprochaba su conducta y el favorito perdió seguridad. Al fin, Tiberio pudo asestar el golpe de gracia que tenía largo tiempo preparado.

Ante todo, Tiberio tranquilizó a Sejano, prometiéndole un puesto de tribuno, que haría del pretoriano un co-regente del emperador. Un día del año 31 se rumoreó que el esperado nombramiento acababa de decretarse en Capri, donde se hallaba Tiberio. Se le presentó un oficial de la guardia con una carta del emperador. Loco de alegría por el honor que le dispensaban, Sejano penetró en la sala de juntas del Senado. La presa había caído en la trampa. Leyóse la carta del emperador, un documento interminable, escrito en estilo enfático y ampuloso. Nadie sabía cómo terminaría aquello. Sólo al leer las últimas frases comprendieron todos que el prefecto de los pretorianos había sido declarado culpable de alta traición y debía ser detenido en el acto. Parecía que había caído un rayo en el Senado. Sejano seguía sentado, petrificado. Al acercarse el cónsul de turno para arrestarlo, preguntó: "Pero ¿se trata de mí?" Todos los odios suscitados por el favorito estallaron de súbito. Como suele ocurrir en casos parecidos, quienes más lo habían adulado, fueron ahora los que lo ultrajaron más. En el trayecto del Senado a la prisión, arrojóse la multitud sobre el prefecto caído, le rasgó los vestidos y le golpeó el rostro. Entretanto, el oficial mensajero del emperador calmó a los pretorianos. Les anunció que Tiberio había depuesto a Sejano y lo había nombrado en su lugar comandante de la guardia. Tiberio escribió una carta tan larga para que el nuevo jefe militar tuviese tiempo de vencer las dificultades de la sucesión. Mediante ricos presentes en especie, los soldados quedaron convencidos: valía más obedecer al nuevo prefecto. Aquel mismo día, el Senado condenó a muerte al favorito, antes todopoderoso. El cadáver de Sejano fue entregado a la venganza del pueblo, que lo arrastró durante tres días por las calles de Roma antes de arrojarlo al Tíber. El mismo pueblo derribó e hizo añicos las estatuas erigidas al favorito del emperador cuando era dueño del poder. Los parientes y amigos de Sejano, tenidos como cómplices, fueron asesinados. Incluso sus hijos pequeños expiaron las faltas del padre. La madre, desesperada ante los tiernos cadáveres, escribió a Tiberio y reveló que su marido fue culpable de la muerte del heredero del trono; luego, la desventurada se suicidó. Tiberio enloqueció ante tales esclarecimientos. Su persistente disgusto hacia cuantos le rodeaban estalló con la fuerza de un huracán que siembra la muerte y la desolación a su paso.



Hasta entonces, Tiberio se había contenido en su amargura; ahora su decepción y desprecio por sus semejantes llegaron a tal punto, casi perdió el dominio de sí mismo. El emperador tenía entonces sesenta años; hacía cinco que vivía en la isla de Capri. En esta "isla de recreo" trataba de olvidar la pompa del imperio que le horrorizaba, las mujeres ambiciosas e intrigantes de la corte, la humanidad entera. Nada ni nadie pudo persuadirlo a que volviera a ver las siete colinas de Roma. Prefería vivir en su quinta de mármol blanco, erigida sobre rocas entre viñedos, dominando uno de los paisajes más bellos del mundo, con el golfo de Nápoles, de luminoso azul, a sus pies, y al fondo, el Vesubio. Pero ¿gozaba Tiberio de tan excepcional panorama? Por orden suya zarpaban galeras imperiales de Capri a Roma, para ordenar nuevas matanzas. Los senadores obedecían a ciegas, esperando así alejar el peligro de su propia cabeza. En Roma, el sistema de delación oficial proporcionaba cada día nuevas víctimas, y en Capri las furias amargaban cada vez más el espíritu del viejo solitario. Los remordimientos de Tiberio acallaron un día su encono. Sentía imperiosa necesidad de aliviar su conciencia y expiar sus faltas. Dirigió una carta al Senado evidenciando ciertos síntomas de extravío: "Lo que voy a escribiros, senadores, la razón de que os escriba o que no quiera escribir hoy..., los dioses y diosas pueden abatirme más aún de cuanto yo sé abatirme cada día a mí mismo..." Mientras en Roma continuaba la matanza, su instigador permanecía en el roquedal de Capri. El litoral insular era escarpado y sólo pequeñas embarcaciones podían llegar allí. Los centinelas cerraban todos los caminos hacia la cumbre. Cuando aparecía una vela en aquella bahía resplandeciente de sol, era para traer nuevas denuncias o acusados para ser interrogados por el emperador. A veces también llegaba un abastecedor que había encontrado entre los jóvenes de Campania nuevas presas para los vicios del emperador. Tales relatos circulaban por la capital. Su veracidad debe ponerse en tela de juicio; es sabido que borrachos y licenciosos suelen hablar de perversiones sexuales. En Roma, todas las clases sociales se arrastraban entre la corrupción y la inmoralidad y el populacho imaginaba que el emperador aprovechaba su soledad en la bella isla para dar libre curso a todas las depravaciones a que ellos se dedicaban; pero es difícil que un hombre de vida irreprochable se convierta, derrepente, a los sesenta años, en un monstruo de perversidad. Sólo la muerte podía aliviar al desgraciado anciano. Ésta se hizo esperar: recién a sus setenta y ocho años de edad exhaló el último suspiro. Augusto había muerto a los 76. Se cuenta que Tiberio abrió los ojos cuando todos lo creían muerto; el sucesor de Sejano, horrorizado, se precipitó sobre el emperador y lo asfixió entre las almohadas.

Tácito describe a Tiberio como un tirano autoritario y cruel, hipócrita y licencioso. Su historia de los "Césares locos" es una larga tragedia que impresiona al lector. Ahora bien: el historiador que más ha influido en la opinión sobre los primeros emperadores romanos era enemigo irreconciliable de la institución imperial; sería injusto olvidarlo y juzgar con él la memoria de Tiberio. Tácito consideraba al cesarismo como un mal político y no comprendía en absoluto las razones históricas de la institución imperial que se encargó de asegurar el bienestar del imperio. Las descripciones psicológicas de Tácito parecen de una exactitud asombrosa, pero acaso deriven del prejuicio aristócrata contra el poder personal. Los eruditos de épocas posteriores han tenido dificultades, por culpa de Tácito, para reconstruir una imagen más fiel del segundo emperador. Quizás algunos de ellos hayan ido demasiado lejos al rehabilitar a su héroe. No obstante, hoy tenemos una opinión de Tiberio más exacta que la de Tácito, cuyo odio hacia éste lo mueve a consideraciones generales que se oponen a los hechos indicados por el mismo historiador. Es notable, por ejemplo, que Tiberio perdonase a muchos reos de lesa majestad. Un biógrafo de Tiberio ha calculado que concedió perdón en la mitad de los casos citados por Tácito. Según parece, nadie era condenado sólo por alta traición, sino cuando ésta iba acompañada por algún otro delito. Desde luego, se impone una pregunta: ¿las numerosas acusaciones de lesa majestad no deben considerarse como pruebas de adhesión de un Senado invertebrado hacia su emperador? Otra opinión puede tenerse de Tiberio soslayando en el texto de Tácito todo cuanto éste pudiera "pensar" o "querer", y ateniéndose sólo a lo que el emperador hizo en realidad, según el propio Tácito: el historiador republicano tiende a colocar todos los actos de Tiberio a una luz desfavorable y sólo ve hipocresía si, el emperador aparece en sus momentos buenos. Otros aspectos sombríos desaparecen también si se toma con un gramo de humor todo lo que Tácito cuenta de los chismes que circulaban en Roma, aquellos "se dice que..." y "es opinión común que..." No debe olvidarse tampoco que los contemporáneos de Tiberio hablaban bien de él, al menos según testimonios llegados a nosotros, y que Tácito vivió en el siglo siguiente. Quien desee juzgar, en general, la obra de Tácito, debe tener en cuenta un hecho: Tácito es un despiadado observador de los hombres y de los acontecimientos, incapaz de ver el lado bueno de las cosas, al parecer. Existe una profunda diferencia entre su obra y la de Tito Livio. Éste escribía compartiendo; el orgullo nacional brota en cada página suya cuando describe los hechos heroicos del pueblo romano, los progresos de Roma, su imperio. Tácito, en cambio, escribe la historia como si cumpliese un deber penoso y no se esfuerza en ocultar que le repugna el curso de los acontecimientos. Juzgaba los hechos y las personas con la visión de un vecino de la urbe y, como tal, despreciaba al campo y las provincias. Si hubiese sentido simpatía por estas regiones, lo más importante del imperio, quizás habría juzgado la época imperial de manera diferente. Lejos de las siete colinas, hubiera sido testigo de costumbres menos corrompidas y gentes más felices; pero Tácito sólo tenía ojos para Roma y sus contornos inmediatos. Una ojeada a las provincias le hubiese explicado por qué pudo mantenerse el imperio, pese a la larga serie de monstruos que ocuparon el trono. Las biografías de Suetonio constituyen otra fuente importante de documentación para el historiador actual. Pero estas obras conceden excesiva importancia a habladurías y chismorreos, propios de pueblos meridionales, que sacrifican frívolamente la verdad al placer del chiste o de la anécdota.

Tiberio no era un monstruo cruel ni un ser sediento de sangre, sino un soberano consciente de sus deberes. Fue sin duda uno de esos hombres que se diría han nacido para la desgracia, que matan toda la alegría del vivir en torno suyo. Tiberio era uno de estos hombres; la vida no era agradable bajo su reinado y ello se manifiesta en el gran número de suicidios que se cometieron durante su época: se suicidaban sobre todo quienes temían ser acusados de alta traición. En tiempo de Tiberio y sus inmediatos sucesores, el suicidio llegó a ser una verdadera epidemia. La vida de Tiberio hubiera sido quizá distinta si no lo hubiesen obligado en su juventud a separarse de la mujer que amaba. El resentimiento por esta violenta intromisión en su vida privada persistió hasta su muerte. Dícese que cuando encontraba a su primera mujer, los ojos de este hombre, tan desapegado de los demás, se llenaban de lágrimas.

📖 Fuente: Historia Universal, Carl Grimberg, Tomo 3
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Alejandro Magno: Queronea y la pacificación de Tracia, Iliria y Grecia

Antes de enfrentarse al Imperio Persa Aqueménida, el joven rey macedonio debía demostrarle a sus súbditos y al resto de sus contemporáneos que “el hijo de un león, es león”. Por eso mismo su padre lo había preparado con esmeró en Mieza, bajo la supervisión de Aristóteles, y le había asignado ya funciones como co-gobernante del reino mientras él dirigía al ejército contra sus enemigos. Pero también debía prepararlo para el campo donde todo rey de Macedonia debía destacarse por entre sus hombres, la guerra.



A continuación describimos las batallas en las que participó primero como príncipe y luego como rey antes de cruzar el Egeo con rumbo a Asia.

⚔️ QUERONEA ⚔️

En 338 a. C. a los 18 años, Alejandro acompaña a su padre en la batalla que decidirá la hegemonía sobre toda la Helade. En la llanura beocia los macedonios se enfrentan a la coalición griega encabezada por las aún poderosas polis de Atenas y Tebas, un bocado quizás demasiado grande para el rey Filipo.

Numéricamente, las fuerzas enfrentadas estaban bastante equilibradas, con una ligera ventaja por parte de la coalición griega. Pero la diferencia fundamental consistía en que mientras el ejército macedonio estaba compuesto por soldados profesionales, las tropas de la coalición se basaban en el típico ejército de ciudadanos-soldado, muchos de ellos, sobretodo los atenienses, con poca experiencia en la guerra.

En principio, los griegos eligieron bien su posición inicial. Su línea de batalla se extendía unos tres kilómetros a lo ancho de la llanura de Queronea, desde el monte Turión hasta la orilla del río Cefiso, en una posición ligeramente elevada sobre la línea de batalla macedonica. De este modo trataban de aprovechar la fortaleza de su posición defensiva y también anular la superioridad de su enemigo en cuanto a caballería. Los tebanos ocuparon el flanco derecho griego, colocando en el extremo de la línea al Batallón Sagrado, la élite del ejército, que en el 371 a. C. había destrozado a los anteriormente invencibles espartanos en la batalla de Leuctra. Los atenienses ocupaban el flanco izquierdo, y el resto del contingente griego y las tropas mercenarias ocupaban el centro de la linea.

En cuanto a los macedonios, Filipo sabia que la mayor amenaza eran los tebanos. Estos habían roto su alianza con Macedonia para colocarse al lado de Atenas y eran los que más tenían que perder en caso de ser derrotados. El rey llegó a la conclusión de que la manera más rápida y económica de lograr la victoria era derrotar primero a los inexpertos, aunque muy motivados, atenienses, antes de que los tebanos tuviesen tiempo de desplegar su experiencia en batalla.



El rey se colocó a la derecha de la línea macedonia. Al mando de su infantería pesada de élite, los hipaspistas, con una fuerza de infantería ligera peltasta protegiendo su flanco. En el centro, Filipo dispuso a su falange, en formación escalonada, con la orden de que se mantuviera a la expectativa y en la izquierda, de cara a las fuerzas tebanas, la posición de mayor peligro, coloco a la caballería pesada, al mando de su hijo Alejandro apoyado también por infantería con la misión de impedir el avance de sus enemigos en ese flanco.

El primer movimiento lo realizaron los macedonios. El ala derecha dirigida por Filipo busco el contacto inmediato. Los hipaspistas chocaron con la falange ateniense, obligando al centro griego a moverse ligeramente hacia la izquierda. Estratocles, al mando de las tropas griegas del flanco izquierdo, ordenó a sus hombres aprovechar su posición más ventajosa contra los macedonios, que empezaron a retroceder. Pero no era una retirada, sino un movimiento táctico perfectamente estudiado. Los hipaspistas se movieron hacia atrás, paso a paso, manteniendo bajo control a los atenienses, que animados por lo que creían ya una victoria segura comenzaron a avanzar irreflexivamente abandonando su posición y obligando a los aliados griegos del centro a extender sus líneas para no partir en 2 su frente.

En el flanco izquierdo macedonio, Alejandro ordenó a su caballería y a su infantería hostigar a los tebanos pero sin llegar a chocar con ellos, esperaba con esto impedir un avance coordinado de toda la línea griega. Pero los tebanos, mucho más experimentados que sus aliados (conocían las ventajas que les daba su posición elevada) no se movieron y aguantaron los ataques ordenados por el príncipe. En ese momento, el desordenado avance ateniense abrió una brecha entre los aliados griegos lo suficientemente grande para permitir el ataque de la falange, que al ver la oportunidad avanzo con las sarissas en ristre y prácticamente barrio a los hoplitas que apresuradamente trataban de cubrir la posición.

Filipo, informado de la acción de su falange, ordenó a los hipaspistas detener su fingida retirada y cargar sobre ellos aprovechando que ahora tenían el terreno a su favor. La línea ateniense, desorganizada a causa de su propia carga anterior, se rompió y comenzó a huir. Los macedonios mataron a 1.000 atenienses e hicieron el doble de prisioneros. Mientras tanto, en la derecha griega, ya solo combatían los tebanos. Alejandro a la cabeza de su caballería flanqueo a sus rivales y ataco al Batallón Sagrado por detrás, de los 300 soldados que lo conformaban solo sobrevivieron 46.



Filipo podría haber convertido la huida de los griegos en una auténtica masacre, pero no lo hizo. En vez de mandar a su caballería en persecución de los fugitivos, ordenó liberar a los prisioneros atenienses sin pedir ningún rescate, colocó a sus muertos en una pira funeraria y envió las cenizas a sus familiares en Atenas. Con los prisioneros tebanos no tuvo Filipo tanta consideración.

De esta manera los griegos perdieron su independencia política, Filipo consiguió imponer su hegemonía sobre toda la Helade y Alejandro demostró sus dotes de mando contra un rival que había sido invicto hasta ese momento.

⚔️ DEL DANUBIO A ILIRIA ⚔️

Al morir su padre, Alejandro tenía veinte años. Necesitaba no sólo exigir el trono de Macedonia, como heredero que era, sino demostrar que era lo bastante enérgico como para conservarlo. El entusiasmo por Filipo después de la batalla de Queronea decayó pronto y la noticia de su muerte causó alegría en varias ciudades griegas, pues se creía que, como pasó en Tebas a la muerte de Epaminondas, en Macedonia, la hegemonía se cimentaba en un solo hombre. Deseaban ver qué sucesor dejaba Filipo. Si era indigno de su padre, no debían contar ya con la hegemonía de Macedonia. De pronto, Alejandro se apareció en Beocia con su ejército antes de que los griegos pudieran hacer algo para evitarlo. La idea de separarse de Macedonia desapareció de inmediato.

Después, el joven rey convocó en Corinto a los legados de la Confederación Helénica y les hizo confirmar la hegemonía macedónica; sólo se negaron los espartanos, como siempre. Alejandro declaró que haría suyo el proyecto de su padre: vencer a Persia. Pero antes de emprender la lucha quiso asegurar su retaguardia. Al oeste de Macedonia vivían los ilirios y al este los tracios, que nunca fueron buenos vecinos. Cuando supieron la muerte de Filipo, empezaron a movilizarse.

En la primavera de 335 a. C. Alejandro avanzó hacia Tracia para enfrentarse a la revuelta liderada por los tracios tribalos. Los macedonios fueron reforzados en el camino por los agrianos, una tribu tracia bajo el mando de su rey Langaro, amigo de Alejandro, después llegaron a los Montes Haemus, donde se encontraron con un ejercito tracio que se encontraba en las alturas dispuestos a impedirles el paso. Los tracios habían construido una empalizada con carretas, que tenían la intención de lanzar sobre los macedonios que se aproximaban. Alejandro ordenó a su infantería pesada marchar en formación suelta y, cuando les fuesen arrojados los carros, abrir las filas o tumbarse en el suelo con sus escudos sobre ellos. Los arqueros y la infantería ligera cubrieron la subida y cuando llegaron a la cima de la montaña, derrotaron a los tracios. Tratando de aprovechar que el grueso del ejército macedonio se encontraba en el corazón de Tracia, un potente ejército tribalo dirigido por su rey, Sirmio, avanzó hacia una desprotegida Macedonia. Pero Alejandro fue más rápido. Cuando los bárbaros avanzaban por un desfiladero, fueron rodeados por la infantería ligera de Alejandro. En campo abierto, fueron aplastados por la infantería y la caballería macedonia, dejando 3.000 muertos. El rey Sirmio emprendió la huida y se refugió en la isla Peuce en el Delta del Danubio donde fue perseguido por Alejandro. Los intentos por capturar la isla fracasaron debido a la rápida corriente del río, las orillas empinadas y la feroz defensa. Finalmente, los macedonios abandonaron sus ataques contra Peuce y en su lugar cruzaron al territorio de los getas. Una fuerza de 4.000 infantes y 1.500 jinetes cruzó el río, para asombro del ejército geta de 14.000 hombres. Después de una encarnizada batalla los getas abandonaron los márgenes del Danubio y se retiraron más al norte donde Alejandro no podía seguirlos. Al ver la derrota de sus aliados, el rey tribalo reconoció la autoridad de Macedonia.



Mientras tanto en Iliria los reyes Clito de Dardania y Glaucias de los taulantianos habían capturado el asentamiento macedonio de Pelión, importante enclave que daba acceso a la alta Macedonia. Apurado por los acontecimientos que parecían estallar en cualquier momento en Grecia, Alejandro abandono Tracia y se enfrentó inmediatamente a sus rivales consiguiendo recapturar el enclave gracias a su habilidad para disponer de su infantería ligera y sus auxiliares agrianos. Después de recibir la rendición de los ilirios por fin podía atender la amenaza que se le venía encima desde Grecia.

En esta primera campaña, Alejandro puso de manifiesto aquel talento de estratego que le convertiría en el conquistador de Asia. Nada dejó al azar en sus preparativos y recompensas, rara cualidad en un hombre tan impulsivo y ardoroso. Sacó todo el partido posible del terreno, desconcertó a sus adversarios con la rapidez de sus maniobras y, cuando convino, lanzó todo su ejército en un ataque masivo. Las operaciones de Alejandro en los Balcanes causaron tanto temor entre las tribus barbaras insumisas, entre ellos los celtas, que le enviaron presentes y embajadas, solicitando una paz que Alejandro otorgó.



LA DESTRUCCIÓN DE TEBAS

Poco antes de terminar su campaña en el norte, Alejandro se enteró de una peligrosa revuelta promovida en Grecia a consecuencia del rumor de que había sido herido de muerte y su ejército destruido. Una vez más, las poblaciones griegas se aprestaron a luchar por su libertad. Los tebanos proclamaron su independencia y asediaron a la guarnición macedónica de la ciudadela. Por doquier se extendió el rechazo a los macedonios. La rebelión, amenazadora a la muerte de Filipo, estallaba ahora con violencia. El Gran Rey persa supo incitar a los tebanos a la rebelión ofreciéndoles dinero abundante. Luego, el recuerdo de Pelópidas y Epaminondas reanimó su valor. Sin embargo los rebeldes pronto vieron que Alejandro vivía aún, al aparecer éste con su ejército ante los muros de Tebas.

Alejandro prometió perdonar a la ciudad y renovar el tratado de paz si le entregaban a los instigadores. La respuesta fue más que altiva: los tebanos exigían que Alejandro les entregase a sus prisioneros tebanos. Además, invitaron a todos cuantos querían liberar a Grecia a unirse a ellos y al rey persa. Alejandro no pudo perdonar tal réplica y el horror de la guerra se abatió sobre Tebas y sus habitantes. Fue una lucha cruel y sangrienta. Los macedonios estaban furiosos por la tenaz resistencia tebana, pero las tropas enviadas contra Tebas por las demás regiones griegas y pueblos de Beocia (sobretodo Platea y Tespias) se mostraron aún más inhumanas. Ansiaban vengarse de Tebas y de todo cuanto su orgullo les había hecho sufrir una generación antes. Ningún tebano capaz de sostener un arma pidió la paz. Cuando el combate entre los falangistas macedonios y los hoplitas tebanos llegaba a su punto máximo, un error tebano provoco que los macedonios capturasen una de las puertas que daba acceso a la ciudad y lo que ocurrió después fue una autentica tragedia.



Ciegos de odio, los griegos aliados de Alejandro no perdonaron ni a los no combatientes, a quienes mataron incluso en los templos, y exigieron que Tebas fuera arrasada y que el resto viviente de sus habitantes —hombres, mujeres y niños— fueran vendidos como esclavos. Alejandro accedió a sus deseos. Sólo la mansión de Píndaro y los descendientes del poeta fueron perdonados por él, en homenaje admirativo al gran poeta que cantara a los ancestros del gran macedonio. La ciudad de Epaminondas y de la "falange sagrada" desapareció de la tierra. Nada semejante había ocurrido nunca en una ciudad griega.

Fue un acto cruel y que no calza con la personalidad de Alejandro, pero también fue un acto eficaz, ya que ninguna ciudad griega se rebelaría contra el poder de Macedonia, a excepción de Esparta, mientras Alejandro viviera.

Ahora sí, con una Grecia pacificada y sus fronteras seguras, el joven rey podía embarcarse en su tan añorada empresa asiática... que seguiremos en otro post.

📚 Bibliografía: 
"Historia Universal", tomo III, Carl Grimberg
"El Imperio Macedonio, las guerras bajo Filipo y Alejandro", James R. Ashley
"Alejandro", Theodore Dodge
"Alejandro de Macedonia", Peter Green
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Pedro I El Grande

Al hablar de los zares, un imprescindible es Pedro I el Grande. La figura más sobresaliente de toda la dinastía Romanov, que gobernó Rusia desde el año 1613 hasta 1917. El que es considerado aun como “Padre de Rusia” convirtió a su oscuro país en una potencia europea de primer orden, al que habría que tomar muy en serio en el teatro de la geopolítica euroasiática.  
Pedro I el Grande, obra de Hippolyte Delaroche (1838)
Pedro I, nació el 9 de junio de 1672 en Moscú. Hijo menor del piadoso zar Alejo I y su segunda esposa Natalia Naryshkina. A la muerte de Alejo le sucedió su hijo mayor Teodoro, medio hermano de Pedro, que a sus veinte años murió sin descendencia. Esto fue un problema, pues el sucesor al trono sería Iván, de 15 años, tímido y con gran dificultad en el aprendizaje.

Los boyardos, nobles alrededor de la corona, deciden que Iván no puede ser Zar, no tiene fuerza, ni inteligencia ni salud. Pero el pequeño Pedro, de diez años, prometía o al menos no producía desconfianza. Es en ese momento en que Sofía, de 25 años y hermana de Iván, convence a los streltsi (cuerpo militar de elite ruso) y a algunos boyardos discrepantes de levantar turbas y atacar el palacio, bajo la falsa premisa de que iban a defender la herencia de Iván. Sofía, dueña de la situación, propuso proclamar zares conjuntamente a Iván y Pedro, con ella como regente.

Los streltsi sin embargo piden una cabeza, la del mayor de todos los Naryshkina, el tío de Pedro, Matveyev. El pequeño Pedro tendrá que ver como su querido tío es torturado, destrozado en las extremidades y empalado. Pedro nunca olvidaría la traumática experiencia y guardaría un gran odio a Sofía. Desde aquel momento también contrajo un tic nervioso que le desencajaba el rostro en situaciones críticas.

De este modo inicio el doble zarato. Dos muchachos en un trono literalmente agujereado (para que Sofía escuchara sus reuniones), de quince y diez años respectivamente. Tenían muy poco poder de decisión. Durante siete años, Sofía gobernó como una autócrata. Así que podemos decir que el doble zarato en la práctica no era ni medio.

Pasaban los años, Sofía gobernaba hábilmente, y Pedro crecía de forma atípica hasta casi alcanzar los dos metros. Su tutor nunca pudo enseñarle nada de griego o mitología, pero sí le descubrió sus grandes pasiones: las mujeres, el desenfreno. la pólvora y el vodka. Mientras Iván V veía como las decisiones eran tomadas por su hermana, Pedro pasaba revista a tropas conformadas por los hijos de los criados y nobles venidos a menos. Además, llevado por la curiosidad, frecuentó el barrio de extranjeros de Moscú y allí pudo informarse acerca de los progresos occidentales, también entró en contacto con comerciantes y viajeros europeos, con los que se formó militar y políticamente.

Y así, entre pueblos cercanos a Moscú, Pedro como jugando consiguió diez mil soldados, perfectamente uniformados a la occidental, con sus fusiles, bayonetas y jinetes. Cuando Sofía se dio cuenta de que algo tramaba, ya era tarde. Ambos zares se casaron, pero Iván solo tenía hijas de dudosa procedencia. Pedro tuvo un hijo, Alexei, y Sofía considero que era el momento de actuar. En 1689 intentó convocar nuevamente a los streltsi, pero estos, al ver a los organizados soldados de Pedro, no intervinieron. El joven zar no dudo y ordeno encerrar a su medio hermana en un monasterio. Iván murió siete años después por su mala salud, y Pedro gobernaba ya en solitario. Era por fin el único Zar de Rusia. Corría el año 1696.

Inmediatamente Pedro impulso una serie de reformas orientadas a modernizar el país. Durante su cogobierno había formado amistad con los habitantes de la llamada “colonia alemana” de Moscú. Los extranjeros que residían en esa colonia tenían una educación, cultura y, especialmente, tecnología más desarrollada que los rusos. Gracias este contacto, se despertó en Pedro el interés por la cultura y la tecnología europea. Fue ahí probablemente donde surgió su sueño de convertir a Rusia en una potencia naval a semejanza de ingleses y holandeses.

Ansioso de buscar una salida al mar, decidió atacar al Imperio Otomano. En 1695 lanzo el primer asalto contra Azov, pero falló. Al año siguiente, asesorado por sus mercenarios europeos comprendió que necesitaba barcos para bloquear y bombardear el interior. Los otomanos estaban enfrascados en guerras contra Polonia y Austria, así que no pudieron enviar ayuda. Apoyado ahora por una flota de 30 barcos, la fortaleza de Azov cayó en manos de Pedro, quien lo celebraría con un triunfo en Moscú, al estilo romano.

A continuación, en 1697, el zar planeó algo histórico: la Gran Embajada. Acompañado por sus asesores y algunos nobles inició un viaje por toda Europa. Esta era en principio una misión diplomática para forjar alianzas contra el turco. Pero de paso Pedro I, que viajaba de incognito, quería aprender cómo eran esos sitios de donde provenían sus viejos amigos del extranjero.

En lo político, la Gran Embajada, fallo en su objetivo de conseguir aliados para enfrentarse a los otomanos, a la muerte de Carlos II de España las potencias europeas estaban más interesadas en repartirse sus dominios y para empeorar las cosas Francia era aliada del Sultan.

Sin embargo, los objetivos, personales, del zar fueron más que satisfechos. En Prusia aprendió acerca de artillería, en Holanda trabajo como carpintero mientras aprendía de construcción naval, en Inglaterra se empapo del trabajo parlamentario, de la ciencia y de la vida cortesana. Adquirió ideas que pronto pondría en práctica en su país, además invito a cientos de especialistas para que trabajen en Rusia.

En 1698, en su ausencia, estallo una peligrosa revuelta de los streltsi contra la política “occidentalizadora” de Pedro, que obligó al Zar a retornar, no sin antes pasar por Polonia, donde hizo amistad con el rey polaco Augusto. Ahí decidieron acabar con un rival en común, el Imperio Sueco. El joven Carlos XII había tomado las riendas, por tanto, era vulnerable. O eso creyeron en principio.
A su vuelta en 1696, los rebeldes fueron aplastados y algunos de ellos torturados personalmente por Pedro. Como anécdota, cuando un rebelde llamado Orlov ofreció el cuello, Pedro le dejó ir por valiente. Su nieto sería amante de Catalina la Grande.

Ordenados los asuntos en casa, y firmada la paz con los otomanos, el zar comenzó a preparase para su siguiente empresa, la Gran Guerra del Norte. En frente tenia a Suecia, monarquía protestante, con pocos habitantes, pero muy desarrollado. Su ejército era pequeño pero eficiente, como habían demostrado desde hacía un siglo en los campos de Europa. Y su rey era todo un personaje, crecido en el campo de batalla.

En 1700, Pedro I declaró la guerra a Suecia, pero rápidamente pudo comprobar que era real la fama del ejercito sueco. En Narva, los 9.000 hombres dirigidos por Carlos XII aplastaron sin piedad a las fuerzas rusas, que los triplicaban en número. De estos, únicamente pudo salvarse un tercio. Solo la oportuna intervención de Augusto de Polonia y el desprecio que sentía el rey sueco por los rusos salvo a Pedro del desastre. El rey sueco decidió dirigir sus tropas contra los polacos, dando tiempo a Pedro de reorganizar su ejército.

Mientras la amenaza sueca estaba ocupada en el frente polaco-alemán, Pedro fundó San Petersburgo, llamada “la capital del norte” rusa, levantó esta ciudad en las orillas del Golfo de Finlandia, en la cuenca del río Neva, algo que provocó muchas críticas por ser una zona insegura y también por las numerosas pérdidas humanas ocurridas durante la construcción, Según una expresión figurada de los contemporáneos, esta ciudad está construida no solo sobre el agua sino también “sobre los huesos de los campesinos rusos”. También por esos años contrajo matrimonio nuevamente con la que sería Catalina I.

En 1708, derrotada Polonia, Carlos XII decidió acabar con el “problema ruso”, esta vez con 40.000 hombres. “Voy a expulsar a los moscovitas a Asia de donde provienen» declaró. Sin embargo, el mal clima, los refuerzos interceptados, la falta de logística y las tropas rusas lo destrozaron en Poltava, Ucrania. En rey sueco debió huir a territorio otomano, donde trato de conseguir la alianza turca infructuosamente. Pedro no espero y en 1711 invadió territorio turco, saliendo derrotado. Debió negociar una paz, devolviendo los puertos que había conseguido en el Mar Negro, pero al menos consiguió que Carlos XII fuese expulsado de territorio otomano.

En el báltico los ejércitos rusos conquistaron más territorio a costa de los suecos y la debutante flota rusa, pudo medirse de igual a igual con la hasta entonces, imbatible flota sueca. En 1721, por fin, el tratado de Nystad puso fin a la Gran Guerra del Norte. La hegemonía en el báltico paso de Suecia a Rusia, y Pedro adquirió de sus súbditos el apelativo de “El Grande”.

Conseguidos sus objetivos en el exterior, Pedro se puso manos a la obra para alcanzar su objetivo más deseado, modernizar el Estado al estilo de las naciones europeas occidentales, para lo cual irremediablemente debía enfrentarse a los partidarios de la línea tradicional y ortodoxa de Rusia que culpaban al emperador de cambiar el camino histórico y tradicionalista del país.
En los asuntos internos, al terminar la lucha contra los streltsí, el zar reformador comenzó a combatir la sociedad feudal dominada por los boyardos, también opuestos a su política modernizadora. Pedro impulsó el cambio de la estructura socio-económica rusa, en manos de los nobles, para convertir el país en un Estado poderoso.

Inició cambios en la moda de los ciudadanos, prohibiendo, por ejemplo, llevar barba o imponiendo el vestido occidental a todos los rusos a excepción del clero y los campesinos. Aunque en realidad hubo reformas mucho más profundas.
En 1711 Pedro I abolió la Duma de boyardos y creó el Senado y nueve Colegios (o consejos ministeriales) que se convirtieron en los órganos superiores de gobierno. Estableció una nueva estructura administrativa que dividió el país en provincias, distritos y cantones. La nobleza tuvo que incorporarse a la administración, al Ejército o a la corte. Así, toda la sociedad quedó estructurada.
Pedro I reformó el sistema fiscal con nuevos impuestos y con la ampliación del número de contribuyentes, estableciendo que cada hombre tributase, mientras que antes se pagaba un solo impuesto por cada núcleo familiar, sin importar cuantos varones tuviera.

El emperador desarrolló la tecnología y las ciencias y creó los primeros institutos superiores, como la Escuela Politécnica y la Academia de Ciencias de San Petersburgo.

Para asegurar la sumisión de la Iglesia ortodoxa y evitar su intervención en política, en 1721 el patriarcado fue sustituido por un sínodo, especie de Ministerio de Asuntos Eclesiásticos, presidido por el zar. 
También abolió el calendario tradicional ruso, en donde el año empezaba el 1 de septiembre, a favor del calendario juliano, que comienza el 1 de enero, esto perduraría hasta la Revolución de 1917.

En 1724, Pedro hizo que su segunda esposa, Catalina, fuera coronada emperatriz (si bien él mantuvo todo el poder). Todos los hijos varones de Pedro habían muerto: el mayor, Alexis Petróvich, había sido torturado por orden de Pedro en 1718 por desobedecer a su padre y oponerse a las políticas oficiales.

A su muerte en 1725, a causa de problemas con el aparato urinario, tenía 52 años, la conmoción de la noticia replico de Rusia a toda Europa. Tras su muerte siguieron una serie de gobiernos débiles hasta la llegada de la gran Catalina II la Grande.

Los historiadores juzgan a Pedro I El Grande como un “mal necesario”, lo acusan por su violencia y vida desenfrenada. Pero hay que considerar que, en una época de autócratas, los reinos eran posesiones, y los reyes eran elegidos por Dios. Pedro debía mezclar estas características con las de un tirano oriental, como fueron sus antecesores.

Con su mano de hierro consiguió transformar durante su reinado de 42 años a Rusia, de una potencia asiática a una europea, y sentó las bases de un Imperio Ruso cuyas principales características perduran hasta el día de hoy.
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El racismo estadounidense en el ejercito estadounidense durante la SGM

Durante décadas se ocultaron los episodios de odio racial, asonadas, motines, golpizas, atentados y las repulsivas medidas segregacionistas que sufrieron los soldados afroestadounidenses. Cientos de miles de soldados y oficiales negros y de otras minorías, incluyendo a los nipoestadounidenses (los nisei), lucharon en África, Europa y en el Oriente. Muchas decenas de miles entregaron sus vidas, muchos más figuran como desaparecidos o quedaron con secuelas permanentes debido a las heridas que recibieron en combate. Ni una sola de las unidades que conformaron defeccionó ante el enemigo y muchas de ellas se destacaron por su heroísmo y decidieron la victoria en los combates que libraron y en las tareas que asumieron.



El racismo de los generales estadounidenses no había cambiado mucho desde que los unionistas derrotaron a los confederados en 1865. El aguerrido desempeño de los afroestadounidenses en la Guerra de Secesión, en el sometimiento de las tribus indígenas del Oeste y en las guerras coloniales de fines del siglo XIX y principios del XX, no amortiguaron en nada el racismo profundo que estaba arraigado en la sociedad estadounidense y predominaba en los estados del Sur.

La “supremacía del hombre blanco” dictó poco después de la Primera Guerra Mundial algunas de las leyes inmigratorias más infames, para impedir el ingreso de migrantes provenientes del sur de Europa y especialmente de los judíos centroeuropeos y del Mediterráneo.

Al interior del país se perfeccionó la segregación sistemática y el relegamiento de los afroestadounidenses a las peores condiciones de vivienda y laborales, educativas y de salud. Ser negro en los Estados Unidos, y especialmente en el sur, equivalía a soportar vejámenes y todo tipo de arbitrariedades en todos los órdenes de la vida. Los nazis primero y los racistas sudafricanos con su apartheid después se inspiraron en las medidas estadounidenses de las décadas del 20 y del 30.

Desde el punto de vista de la organización militar, los altos mandos consideraban y sostenían abiertamente que los negros eran biológicamente inferiores, poco inteligentes, carentes de iniciativa, perezosos y cobardes. Por lo tanto no concebían a los soldados negros sino como personal de maestranza, cocineros, choferes y sobre todo peones y estibadores destinados a las tareas serviles y del mayor esfuerzo. Se los consideraba como trabajadores regimentados, de uniforme, y por ende más dóciles que los civiles en las mismas funciones.

Se oponían tenazmente a admitir oficiales negros y las unidades formadas por soldados negros o de color, que para los racistas abarcaba también a los indígenas y chicanos, solamente podían ser comandadas por oficiales blancos. La mayoría de estos oficiales consideraba esas funciones como un castigo degradante y despreciaban profundamente a sus suboficiales y soldados. De hecho aplicaban la “lógica laboral” de los esclavistas dueños de plantaciones: precaverse de cualquier insubordinación por la vía del sobretrabajo más despiadado y del trato brutal.

Hubo excepciones pero fueron muy pocas. Lo que está perfectamente documentado fueron las prácticas y crímenes racistas acompañados por miles de denuncias por parte de organizaciones como la NAACP (National Association for the Advancement of Colored People), la prensa afroestadounidense y los parlamentarios.

SEGREGACIONISMO MILITAR

Lo que más temían los racistas y particularmente los altos mandos del ejército era que los negros encuadrados en unidades de combate, uniformados y armados, pudieran rebelarse contra el trato que recibían. No solamente de parte de sus oficiales y de los soldados y policías blancos sino de la población, particularmente en los estados del Sur.

La Armada y la Fuerza Aérea se resistieron por mucho más tiempo que el Ejército a la incorporación de afro estadounidenses, aun como unidades de servicio. De hecho la Infantería de Marina (los Marines) no admitieron reclutas negros sino hasta bien avanzada la Segunda Guerra Mundial y en la Fuerza Aérea los pilotos negros se contaban con los dedos de la mano ya en plena guerra.

La “supremacía blanca” se apoyaba en la segregación más estricta. Los mandos se negaban a que hubiera el más mínimo contacto entre blancos y negros. Ya lo habían practicado, a disgusto de los franceses y británicos, durante la Primera Guerra Mundial. Blancos y negros no debían marchar juntos, viajar juntos, comer juntos, charlar o asistir juntos al cine o a espectáculos, compartir enfermerías, dormitorios, baños y sobre todas las cosas jamás debían combatir juntos para que la cotidianeidad y el jugarse la vida en compañía no debilitase el odio, los prejuicios y el injusto menoscabo de los negros que habían aplicado durante generaciones.

Los estigmas raciales que cultivaban los altos mandos se extendían a la población civil. Los soldados negros no debían interactuar con la población civil y se debía evitar, a toda costa, cualquier grado de proximidad entre soldados negros y mujeres blancas.

Aunque las medidas segregacionistas en los pueblos y ciudades de los Estados Unidos no se limitaban al Sur, era allí donde el apartheid estaba institucionalizado. Había restricciones para la circulación de los negros, civiles o militares, para su acceso al transporte, para andar por la calle, etcétera. Había salas de espera para negros, bebederos públicos para negros, barrios para negros, hospitales para negros. Iglesias para negros y cementerios para negros. Todas estas “facilidades” replicaban a las de los blancos pero con el clasismo que está incorporado en el racismo, todo era peor, más pobre, incómodo y deliberadamente degradante.

Cuando en 1939 se desencadenó la Segunda Guerra Mundial en Europa, el gobierno estadounidense debió tomar medidas como las que había adoptado veinte y pocos años antes para desarrollar una producción bélica multiplicada en apoyo a su aliado británico y se planteaba ya la perspectiva de prepararse para decuplicar sus fuerzas armadas en un lapso relativamente breve.

La concepción de la clase dirigente estadounidense no contemplaba a los negros y a las mujeres como mano de obra calificada para la industria bélica. Los primeros debían ocuparse de la producción agrícola, como efectivamente lo hacían en los estados sureños, y las segundas mantenerse en el hogar. Sin embargo, había elementos objetivos y subjetivos que hicieron entrar en crisis esas pretensiones.

Por un lado la migración interna de afroestadounidenses desde el Deep South hacia los polos industriales del este y del norte se había mantenido y acelerado desde el fin de la Primera Guerra Mundial. Además, las mujeres habían ido aumentando sostenidamente su presencia en la fuerza de trabajo.

Subjetivamente, tanto los negros como las mujeres, no estaban dispuestos a ocupar un papel secundario o servil. Trabajadoras y trabajadores aspiraban a los puestos calificados y mejor remunerados. Esto provocó enfrentamientos muchas veces violentos.

En Detroit hubo una oposición abierta de los trabajadores automovilísticos a la incorporación de operarios negros. En abril de 1943, 26.000 operarios blancos de la Packard hicieron huelga protestando por la promoción de 3 obreros negros. “Preferimos que gane la guerra Hitler o Hirohito antes que trabajar con negros”, decían los líderes.

En mayo de 1943 estalló la violencia en el astillero Atlanta, en Alabama, por el ingreso de trabajadores negros, y aunque la policía pudo dominar el choque, hubo decenas de heridos y el gobernador del Estado debió movilizar a siete compañías de la Guardia Nacional.

Después de bastantes titubeos el gobierno intervino para permitir el acceso de operarios negros que, por otra parte, eran necesarios para redoblar la producción de jeeps, camiones y tanques que requería la guerra en Europa. El presidente Franklin Roosevelt, que siempre fue un gran equilibrista político, no quería malquistarse abiertamente con los racistas. En cambio su esposa, Eleanor Roosevelt, y algunos de sus ministros actuaron para contemplar los reclamos de la comunidad negra.

Los dirigentes de esta comunidad vieron, en la participación de los suyos como tropas de combate, una oportunidad para remover obstáculos en su legendaria lucha para conquistar plenos derechos civiles. La enorme mayoría de los afro estadounidenses que se alistaron reivindicaban su patriotismo y estaban dispuestos a combatir a los nazis con las armas en la mano. Algunos de estos reclutas, muy pocos, eran veteranos de la Primera Guerra pero la mayoría eran afro estadounidenses jóvenes y educados, provenientes del Norte.

LA GUERRA ANTES DE LA GUERRA

Los altos mandos del Pentágono se avinieron a formar unidades de infantería, de ingenieros de combate y, cosa rara, de una unidad blindada. Sin embargo no desistieron de sus principios racistas de modo que el personal de maestranza estaba formado mayoritariamente por negros y miembros de otras minorías. En el teatro europeo, al terminar la guerra, el 69% de los choferes eran negros.

Como querían mantener la segregación a cualquier costo, la conformación y el entrenamiento de las unidades formadas por afroestadounidenses se radicó en los estados del Sur (Texas, Luisiana, Georgia, Alabama, Carolina del Norte y del Sur, etcétera). De este modo, se aseguraban que los acuartelamientos estuvieran en zonas poco pobladas, donde las localidades cercanas seguían practicando una rigurosa segregación y donde la mayoría de los blancos odiaban y temían a los negros.

Lo que resultó fue que, si bien consiguieron mantener la segregación y que los soldados negros tuvieran el menor contacto posible con la población civil, también fomentaron una cantidad de conflictos, peleas, asonadas, linchamientos y tiroteos que dejaron muchos muertos y heridos y exacerbaron al extremo las divisiones y la desmoralización entre las tropas que estaban preparando para la guerra.

Para sorpresa de los reclutas negros que venían del Norte, trasladados en ferrocarril hasta sus campos de entrenamiento, se les obligaba a llevar las cortinillas de las ventanillas bajas y cerradas y a no apearse en las paradas del trayecto. Pese a esto, los campesinos pobres (los hillbilly), fuertemente inficionados de racismo, solían apostarse a los lados de la via en zonas agrestes para disparar con sus escopetas contra “los vagones de los negros”.

Johnnie Stevens, un veterano del Batallón de Tanques 761º, recordaba décadas después lo que había sido aquel acuartelamiento: “Ser un soldado negro en el Sur, en aquellos días, era una de las peores cosas que te podían pasar. Si ibas al pueblo tenías que bajar a la calle si un blanco venía por la acera. Si pasabas de uniforme por un vecindario de blancos te daban una golpiza. Si tropezabas en la calle te acusaban de estar borracho y te pegaban. Si estando fuera del cuartel sentías hambre y no encontrabas un restaurante para negros o algún hogar de una familia negra que conocieses, ¿sabes qué? Te morirías de hambre. Eras un soldado, que estabas allí con el uniforme de tu país y te trataban como a un perro y esto sucedía en todo el Sur”.

Muchos miembros de la organización terrorista del Ku Klux Klan se habían enrolado en la policía local y de este modo apaleaban a los soldados y llevaban a cabo todo tipo de provocaciones. Además los miembros de la Policía Militar eran blancos y acompañaban a los locales en sus fechorías.

Desde 1941 los tanquistas del 761º se entrenaban en Camp Clairborne, cerca de Alexandria, en Luisiana, pero de hecho el pueblo les estaba vedado. No podían circular por el centro, ni comer en lado alguno, ni hacer compras. Solamente podían llegar a un barrio muy pobre, llamado el Little Harlem, donde vivían las familias negras.

Los soldados sospechaban de sus oficiales blancos que vivían pendientes de conseguir un traslado a una unidad de blancos. La mayoría era incompetente y por eso se les había asignado allí. De todos modos el batallón entrenó intensamente durante dos años y se le consideraba una de las unidades mejor preparadas para el combate.

La segregación racial también hacía que una enfermera blanca no pudiese atender a un soldado o un oficial negro y por esa razón, además de una cuerpo auxiliar femenino formado por mujeres blancas (las WAC, Women Army Corps), cuatro mil mujeres negras (120 de ellas oficiales) sirvieron durante la guerra como WACs afroestadounidenses. Accesoriamente los bancos de sangre estaban rigurosamente segregados, jamás se transfundiría a un soldado blanco con sangre de donantes negros y viceversa.

La primera baja de esta “guerra en la guerra” se produjo en abril de 1941, cuando el soldado Felix Hall fue encontrado colgando de un árbol en una zona agreste de Georgia, con las manos atadas a la espalda. Las autoridades militares quisieron atribuir la muerte a suicidio pero no lo consiguieron.

Lamentablemente hubo muchas otras muertes y todas las investigaciones policiales y judiciales (particularmente de la justicia militar) fueron invariablemente inconcluyentes, desprolijas e incapaces de descubrir a los culpables.



Es imposible reseñar todos los enfrentamientos y muertes que se produjeron ininterrumpidamente durante cinco años (entre 1941 y 1945 y aun después de la desmovilización) involucrando a militares negros. Poco después del linchamiento de Hall, soldados negros del Cuerpo de Maestranza 48º fueron asaltados en su cuartel por soldados blancos de la 30ª División de Infantería. Otros episodios involucraron a cientos de soldados negros del 94º Batallón de Ingenieros y tropas estatales de Arkansas.

Los tiroteos y choques con muertos y heridos seguían y en 1942, el juez William Hastie, un respetado jurista afro estadounidense comisionado por el gobierno para investigar la violencia racial, informaba que “en el Ejército un negro es enseñado a ser un combatiente, en suma un soldado; es imposible crear una doble personalidad que por un lado sea la de un combatiente contra un enemigo extranjero y por la otra un ser sumiso que acepte un tratamiento menos que humano en su patria. Con frecuencia creciente se siente entre los soldados de color la idea de que si han sido convocados para pelear muy bien podrían pelear aquí y ahora”.

En los primeros días de 1942, la policía de Alexandria apaleó a unos tanquistas que estaban de franco en el pueblo. Poco después un soldado blanco golpeó a una trabajadora negra y fue increpado por los tanquistas. A duras penas los oficiales pudieron contener a sus hombres pero el 10 de enero, las tensiones que se habían ido acumulando durante meses, estallaron en forma incontenible.

Los policías militares blancos arrestaron a un tanquista y sus compañeros se dispusieron a liberarlo por la fuerza. Llegaron al cuartel y se encendieron los motores de los tanques del 761º, el armamento fue municionado y con sus tripulaciones completas se prepararon para aplastar a los policías.

A todo esto en las calles de Alexandria se desarrollaba una batalla campal entre blancos y negros. Una multitud de varios miles de personas se enfrentaba a pedradas, botellazos, y disparos de escopeta, fusiles y pistolas.

Los oficiales del 761º, después de negociar a gritos durante una hora, consiguieron a duras penas que los tanquistas desistieran de arrasar Alexandria y volvieran a las barracas. No hubo arrestos ni cortes marciales y a pesar de la cantidad de heridos y de algunos muertos el episodio fue silenciado y las unidades cambiadas de lugar.

A mediados de 1943, los choques que involucraban a militares en los Estados Unidos habían alcanzado una intensidad inocultable. En las calles de Harlem y de Paradise Valley se registraba una violencia que se replicaba en las bases militares y en las poblaciones cercanas a ellas en todo el país. Las tropas afro estadounidenses se enfrentaban, mano a mano o en distintas combinaciones, con la policía militar, los policías, los ciudadanos y los soldados blancos.

En setiembre de 1942, los 42 oficiales y 600 soldados del 761º ya eran un cuerpo de elite y fueron trasladados a Fort Hood, en Texas, para completar el entrenamiento avanzado en combate de blindados. En ese medio, al entorno racista y provocativo se sumó un hecho que enfurecía a los soldados negros. En el área de Fort Hood había un gran campo de prisioneros alemanes e italianos.

Los maltratados soldados estadounidenses veían que los prisioneros eran tratados bastante mejor que ellos, disfrutaban de una relativa libertad para entrar y salir, se les asignaban tareas livianas de limpieza pero estas nunca se ejecutaban en las barracas ocupadas por los soldados negros.

Los oficiales alemanes que fallecían estando internados eran sepultados con todos los honores, enfundados en su uniforme de gala, envueltos con la bandera nazi y pelotones de fusileros disparaban salvas en su honor (hay fotos que lo documentan muy bien).

LA GUERRA QUE GANARON

En junio de 1944, en vísperas del desembarco en Normandía, había 134.000 soldados negros en Europa pero solamente una unidad, el 99º Escuadrón de Caza, había entrado en combate. Sus pilotos se reconocían entre ellos como “las águilas solitarias” debido a la segregación absoluta que se ejercía en torno a ellos. El 6 de junio, cuando se produjo el desembarco en Normandía, de los 185.000 hombres que participaron solamente 500 eran negros, pertenecientes a un batallón de globos de barrera (artefactos que protegieron eficazmente de los ataques de los bombarderos en picada).

El 761º partió el 27 de agosto de Nueva York hacia Inglaterra cruzando el océano con sus tanques en un convoy de 500 transportes. Sus antepasados habían hecho una travesía transoceánica encadenados como esclavos. Ahora iban a participar en una guerra en nombre de libertades que ni sus antepasados ni ellos habían disfrutado. El 8 de setiembre desembarcaron en Gran Bretaña y fueron acuartelados en Wimborne, Dorset, a unos 30 kilómetros del Canal de la Mancha.

Los británicos acogieron con simpatía la llegada de los soldados negros. El escritor George Orwell dijo que el consenso general de sus compatriotas era que los únicos soldados estadounidenses con modales decentes eran los negros.

El hostigamiento y las agresiones racistas siguieron ocurriendo pero no por cuenta de la población británica sino por parte de los soldados blancos estadounidenses. La agresividad y los ataques de estos contra los negros británicos, la mayoría de los cuales provenían de las Indias Occidentales (jamaiquinos, por ejemplo), indignaron a las autoridades y a la opinión pública. El parlamentario Harold MacMillan, que más adelante sería Primer Ministro, propuso que los soldados británicos de color llevaran un cintillo especial para evitar que fueran atacados por los soldados estadounidenses.

En tierras de Francia, el Tercer Ejército de los Estados Unidos, comandado por el excéntrico y audaz George S. Patton hacía de punta de lanza en el empuje hacia París. Patton, un aristócrata californiano, famoso por su arrojo e intrepidez, apreciaba grandemente los blindados que le habían permitido ser la vanguardia desde el desembarco en Normandía.

Además de portar sendos revólveres Colt 45 con cachas de nácar pendiendo de la cintura como un cowboy, el general salpicaba su conversación con réplicas mordaces, insultos y palabras soeces. Se dice que lo hacía para compensar su vocecita aflautada. Tenía un genio particularmente adecuado a la guerra relámpago y era un jefe respetado. Al mismo tiempo era un racista puro y duro, antisemita y anticomunista visceral que acariciaba el sueño delirante de derrotar a los nazis para combatir enseguida a los soviéticos a quienes consideraba los verdaderos enemigos de su país.

En su veta racista había sostenido, antes de la guerra, que los negros no podían pensar con suficiente rapidez como para combatir en blindados. Sin embargo, en 1944 Patton reclamó las mejores unidades de tanques para su ejército y el 761º era una de ellas. Refiriéndose al 761º se dice que vociferó que le dieran buena comida y los mejores tanques a esos “negritos” (usaba la palabra niggers que es la forma insultante y más despectiva de referirse a los negros) y se los mandaran.

El 761º cruzó el canal y Patton los recibió en Saint-Nicolas-du-Port. Desde un camión arengó al batallón y después trepó al Sherman M4 de E.G. McConnell, examinó el nuevo cañón de tiro rápido y mirando a los ojos al oficial le dijo: “Escucha muchacho, quiero que le dispares a todas las malditas cosas que veas, iglesias, campanarios, torres de agua, casas, señoras ancianas, niños, parvas de heno, cada maldita cosa que veas, ¿me entiendes muchacho?”. Patton era un peleador muy diferente a los llamados generales de escritorio y los tanquistas estaban dispuestos a seguirlo.

A medida que los aliados se aproximaban a Alemania la resistencia de la Wehrmacht se endurecía. Los nazis lanzaban a la batalla las unidades fanatizadas de las Waffen SS y ponían en acción los tanques pesados y los cañones antiaéreos de 88 mm utilizados como mortíferos antitanques.

En esos días empezaron los 183 días de combates ininterrumpidos en que participó el 761º, sin retroceder jamás, a través de seis países (Francia, Luxemburgo, Bélgica, Holanda, Alemania y Austria) hasta el fin de la contienda.

Las unidades de tanques estadounidenses combatían en promedio durante dos o tres semanas y después eran retiradas a retaguardia por un lapso similar para descansar, reaprovisionarse y recibir relevos. Las Panteras Negras, como ya se denominaba a los integrantes del 761º, hicieron todo esto sobre la marcha y su record de permanencia en combate se atribuye al racismo imperante en el comando del Tercer Ejército. Se ha dicho que los generales aplicaban el procedimiento de los hacendados esclavistas en tiempos de cosecha: haz trabajar a los negros hasta que se desplomen.

Además, el 761º no operó en conjunto, como batallón de tanques, sino que se le asignó la función de “bastardos” lo que, en la jerga militar de la época, significaba que cada compañía actuaba independientemente, en conjunto con un batallón de infantería. Los “bastardos” eran la punta de lanza que avanzaba con sus tanques, enfrentaba a los blindados alemanes, a la artillería antitanque, a los nidos de ametralladora y a los francotiradores. Detrás de los tanques avanzaba la infantería para asegurar el terreno u ocupar los pueblos.



Se dice que este tipo de acciones, que era fundamental para evitar bajas en la infantería y avanzar rápidamente, hacía más difícil que el comando del Tercer Ejército apreciase la eficacia combativa del 761º y contabilizara sus logros. Los hechos posteriores demostraron que el racismo intervino para impedir que se reconociese el aporte sustancial de los Panteras Negras. Los jefes y oficiales de las unidades de infantería que combatieron junto a ellos, en cambio, no escatimaron elogios, agradecimientos y cálidas expresiones de camaradería hacia los tanquistas negros.

Un balance muy posterior estableció que los tanques del 761º habían destruido cientos de blindados y baterías antitanque alemanas, liquidado miles de nidos de ametralladora y que jamás habían abandonado el campo de batalla ni retrocedido, lo que significaba que siempre habían protegido a su infantería a costa de sus propias vidas.

En diciembre de 1944, los nazis desataron una contraofensiva sorpresiva, en Bélgica, con el objetivo estratégico de cercar y aniquilar a tres ejércitos aliados, llegar a Amberes y negociar una anhelada paz por separado con Estados Unidos y Gran Bretaña para volcar las fuerzas que le quedaban al frente oriental. El alto mando aliado, encabezado por Dwight Eisenhower, pecó de exceso de confianza porque, aunque el camino desde Normandía a Bélgica no había sido un paseo, fue un combate de retaguardia en el que la Wehrmacht resistió furiosamente pero sin contraatacar.

El lugar elegido por los alemanes para atacar fue la región belga de las Ardenas caracterizada por montañas y quebradas boscosas, que se considerada intransitable para grandes unidades y especialmente para los tanques. En diciembre de 1944, el invierno más crudo azotaba la región. Nevadas copiosísimas, cielos nublados y tormentas impidieron la acción de la aviación en la que los aliados habían alcanzado una superioridad abrumadora.

La Wehrmacht echó el resto y lanzó 500.000 soldados, 1.800 tanques (la mayoría pesados) y 1.900 piezas de artillería, apoyados por 2.400 aviones contra los 840.000 soldados, 1.600 tanques, 4.150 cañones y 6.000 aviones apuntados hacia el Rhin. El 16 de diciembre comenzó la acción, la sorpresa fue total y se produjo la rotura del frente. En las primeras dos semanas la Wehrmacht avanzó rápidamente.

Después los aliados trajeron refuerzos, entre ellos el 761º, desde el Sarre, y consiguieron estabilizar la situación. Finalmente los cielos se despejaron, la aviación machacó a los nazis y la superioridad de las fuerzas aliadas revirtió las acciones a su favor. Las Panteras Negras lucharon heroicamente desde que sus tanques fueron desembarcados del ferrocarril, cerca de Bastogne, la población donde estaba cercado el Primer Ejército.

Otra unidad integrada por afro estadounidenses también se destacó en el esfuerzo para liberar a los atrapados en Bastogne, el 183º Batallón de Ingenieros de Combate. En torno a Tillet, el 5 de enero, el 761º enfrentó con éxito a la 13º División Panzer de las SS en una de las mayores batallas de tanques de las Ardenas.

El balance final da cuenta de la dureza de los combates. Los estadounidenses soportaron las mayores pérdidas. El 25 de enero de 1945, cuando se rompió el contacto definitivamente, habían quedado 19.276 estadounidenses muertos, 41.493 heridos y 23.554 fueron hechos prisioneros o desaparecieron; los británicos tuvieron 200 muertos y 1.400 prisioneros o desaparecidos; los alemanes sufrieron 15.652 muertes, 41.600 heridos y 27.582 prisioneros o desaparecidos.

UNA GUERRA TERMINÓ Y OTRAS SIGUIERON

El 761º terminaría su periplo bélico derribando las puertas de los tenebrosos campos de concentración de Buchenwald y Dachau. Los soldados afroestadounidenses entraron en contacto directo con los crímenes del nazismo e intentaron aliviar a sus víctimas.

El comandante del Tercer Ejército, George S. Patton, mientras tanto, ya había empezado a confrontar con el Comandante en Jefe Eisenhower a propósito de la desnazificación. Patton le escribía entonces a su esposa Beatriz: “Nunca oí que nosotros lucháramos para desnazificar Alemania: vive y aprende. Lo que estamos haciendo es destruir el único Estado semimoderno de Europa para que Rusia pueda engullirlos a todos... de hecho los alemanes son el único pueblo decente en Europa”.

Patton atribuía los problemas “a los judíos que quieren venganza”. En su diario el guerrero californiano consignó sus más íntimos pensamientos acerca de las víctimas del nazismo: “todo el mundo cree que las personas desplazadas (se refiere a los internados en los campos de concentración) son seres humanos, lo cual no es cierto y esto se aplica particularmente a los judíos que se encuentran por debajo de los animales. Ya sea que las personas desplazadas nunca hayan tenido decencia o ya sea que la hayan perdido durante el periodo de su internación por lo alemanes. Mi opinión personal es que ningún pueblo puede haberse hundido hasta el nivel de degradación que estos presos han alcanzado en el corto periodo de cuatro años”.

A raíz de sus manifestaciones públicas pronazis, Patton fue destinado a un puesto menos relevante y finalmente murió en un accidente automovilístico ocurrido en Heidelberg, el 21 de diciembre de 1945.

Para esas fechas el Batallón de Tanques 761º había sido desmovilizado y sus integrantes dados de baja y enviados a casa.



Sin embargo y a pesar de que su comandante lo había recomendado calurosamente, la unidad nunca recibió la Medalla de Servicios Distinguidos. La resolución fue secamente despachada diciendo que sus merecimientos no habían sido probados. Este agravio formaba parte del muro de silencio que rodeó no solamente el clima racista y la segregación que habían sufrido los afro estadounidenses antes y durante la Segunda Guerra Mundial sino el infame ocultamiento de su valiente y denodado desempeño en defensa de su patria.

Esa infamia solamente sería parcialmente reparada en 1978 cuando los sobrevivientes del 761º fueron convocados por el gobierno de Jimmy Carter para conferirle al Batallón de Tanques la Mención de Unidad Distinguida que canallescamente le había sido negada 33 años antes.

Los afroestadounidenses habían contribuido a ganar la guerra contra el Tercer Reich y el Imperio del Sol Naciente pero la guerra desatada por el racismo no ha cesado hasta hoy en día y la Guerra Fría recién comenzaba.

Autor: Lic. Fernando Britos V. (http://fernandobritosv.blogspot.com/2015/09/racismo-estadounidense-y-el-batallon-de.html)
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