Augusto nunca se atrevió a oponerse abiertamente a Livia y corría el rumor que Livia preparaba el camino del trono para sus hijos. Augusto había escogido como sucesor a su sobrino Marcelo, joven amable y de gran talento. Además lo había casado con Julia, de catorce años de edad, pese a las protestas de Livia. El muchacho, sin embargo, murió a los veinte años. Se acusó a Livia de haber intervenido en su muerte, sospecha compartida por Octavia, hermana de Augusto. El segundo heredero del trono fue Agripa, amigo de infancia de Augusto. El emperador compartió el poder con él dándole la mano de Julia, después de su duelo. Ésta tenía diecisiete años entonces: bella y deseosa de vivir, se vio casada de pronto con un hombre de la edad de su padre. A Augusto lo sorprendió también la muerte de este segundo yerno suyo. Pero Agripa dejaba tres hijos varones y el emperador se consolaba pensando que alguno de ellos podría sucederle. Pero los 2 primeros fallecieron en extrañas circunstancias y las sospechas volvieron a recaer en Livia; con todo, no existía prueba alguna. Quedaba vivo el menor, pero se portaba muy mal y Augusto se vio compelido a desterrarlo a una isla desolada. Apenas murió, su único nieto superviviente fue apartado de la sucesión al trono y murió ese mismo año 14 d. C. Se ignora quién dio la orden, si Augusto, Livia o Tiberio.
Eliminados los hijos de Agripa, el camino del trono quedaba libre para el mayor de los hijos de Livia: Tiberio, hombre de 56 años de edad, fuerte, serio y de carácter concentrado. Había asumido el año 4 d. C. el mando de las operaciones en Germanía y las había llevado a buen término, igual que antes su difunto hermano Druso. Tiberio cumplió con energía y a conciencia todas las misiones que se le confiaban, ganando prestigio de valiente y notable general. Pero Augusto no sabía manejar a este hijastro reconcentrado.
Livia había tenido un segundo hijo muy diferente de Tiberio: el alegre, vivaz y muy popular Druso. Había fallecido el año 9 a. C. entre indecibles sufrimientos, cuando regresaba glorioso de la misión que le había confiado Augusto, de conquistar los territorios comprendidos entre el Rin y el Elba, cometido en cuyo recuerdo se llamó Germánico a uno de sus hijos.
Para unir a Tiberio más a su familia, Augusto le mandó repudiar a su mujer, de la que estaba enamorado, y casarse con Julia. Pero no congenió con ella y se volvió aún más sombrío. Julia se vengó, con su desordenada vida. Augusto aguantó indulgente sus desarreglos; decía a veces, con triste humor, que sus dos hijos Roma y Julia le preocupaban mucho. Por fin se vio obligado a recluirla en un islote frente al litoral de la Campania. Tras la muerte de su padre, al que no sobrevivió mucho tiempo, Julia sería tratada aún con mayor severidad por su marido.
GOBIERNO DE TIBERIO Y PERSONALIDAD
Aún hoy se recuerda con desagrado el nombre de Tiberio. A la muerte de Augusto, aquél contaba cincuenta y seis años. No gozó una auténtica juventud: muy precoz, ya le llamaban "el viejo". Augusto apreciaba su sentido del deber y su talento militar, pero no pudo lograr hacerlo amigo suyo. Al fallecimiento del emperador, las legiones estacionadas en el Rin rechazaron la severa autoridad de Tiberio y ofrecieron la dignidad imperial a Germánico, de más popularidad. Era el hijo mayor de su difunto hermano Druso y de la bella Antonia, hija de Marco Antonio y de Octavia. Germánico rechazó el ofrecimiento de los amotinados y logró hacerles entrar en razón. Después consagró sus energías a vengar la derrota del bosque de Teutoburgo, y a procurar que Germanía tornase al imperio romano. Consiguió éxitos, pero carecía de la diplomacia requerida para aislar al avezado Arminio de sus aliados. Por tal motivo, el emperador ordenó a su sobrino retirar sus tropas del otro lado del Rin y dejar que los germanos ventilasen a su modo sus querellas intestinas, convenientes para Roma. Así, el Rin y el Danubio continuaron siendo la frontera entre romanos y germanos.
Germánico abandonó con pesar el teatro de sus hazañas, para desempeñar otras misiones pacificas en las fronteras orientales del imperio. Allí le llegó la muerte. El pueblo romano juzgó su desaparición como una catástrofe. Cuando su viuda, Agripina, pisó suelo italiano, el puerto estaba abarrotado de gente deseosa de manifestarle su condolencia; hasta en muros y tejados se veían personas enlutadas. Al desembarcar Agripina acompañada de dos de sus hijos, llevando la urna que contenía las cenizas de Germánico, la multitud estalló en desgarradoras lamentaciones. En Roma hubo funerales solemnes. Pronto se rumoreó que el joven no había fallecido de muerte natural y se achacó su desaparición a la envidia de su tío. Sospechas injustificadas que causaron a Tiberio la profunda amargura de sentirse odiado por un pueblo que, en cambio, adoraba a sus fallecidos hermano y sobrino.
Pese a su carácter sombrío y reconcentrado, Tiberio poseía también sus cualidades. Según Suetonio, sentía tal aversión al servilismo, que se levantaba de su silla al conceder audiencia a un senador. Cuando un antiguo cónsul fue a presentar de rodillas sus excusas a Tiberio, éste retrocedió con tanta brusquedad, que cayó de espaldas. Si alguien lo adulaba, en charla privada u oficial, Tiberio lo interrumpía desaprobando. Un día, alguien lo llamó señor; Tiberio le rogó no lo llamase en adelante de aquel modo "tan ofensivo". En cambio, recibía sonriente afrentas, calumnias y sátiras referentes a él y a los suyos. Comentaba entonces que una sociedad libre tiene derecho a expresarse con libertad. Adulando al emperador, el Senado quiso dar su nombre a uno de los meses del año, honor ya ofrecido a sus dos predecesores; Tiberio respondió secamente: "¿Y qué haréis cuando os encontréis con el césar decimotercero?" Tiberio no quería que el pueblo lo venerara como a un dios, ni le dedicara templos, ni le erigiera estatuas. Más de una vez repitió al Senado que se consideraba "servidor de la sociedad". Tiberio formulaba el principio que haría célebre Federico II: el soberano es el primer servidor del Estado. Quiso dar a sus súbditos ejemplo de sobriedad. Suetonio cuenta que en los banquetes oficiales, a menudo hacía servir los restos de la víspera. Un día llegó a la mesa la mitad de un jabalí; ante la desaprobación de sus distinguidos huéspedes, objetó: "Medio jabalí tiene trozos tan buenos como un jabalí entero". Promovió la prosperidad de las provincias, de todas formas posibles. "Un buen pastor esquila a sus ovejas, pero no las esquilma", advertía a los procónsules en exceso codiciosos y explotadores. Si a veces dejaba sus provincias a tales gobernantes, atentos sólo a sus intereses particulares, comentaba con humor que obraba así porque "las moscas hartas son menos golosas que las moscas hambrientas".
De poco le servían estas buenas cualidades y cumplir sin desaliento sus deberes de jefe, reprimir el bandolerismo y otros delitos, usar los fondos públicos con parsimonia y no desperdiciar dinero ni esfuerzos cuando era menester reparar los quebrantos de malas cosechas, incendios y otros desastres. Cada vez era más evidente que Tiberio no debía esperar gratitud alguna por su abnegación hacia Roma. Sus súbditos sólo veían en él sus brusquedades. Los malquistaba con Tiberio el que éste no organizase juegos de gladiadores y combates de fieras más que a disgusto y que nunca asistiese a espectáculos sangrientos si otros los ofrecían. Los romanos juzgaban fastidiosa y triste la Roma de Tiberio. El pueblo abrigaba un solo sentimiento respecto a su emperador: el temor. Tiberio respondía con el desprecio, volviéndose cada día más misántropo. Detestaba a los aduladores que se arrastraban ante él y lo injuriaban apenas volvía la espalda. César y Augusto aceptaron a los hombres tales como eran; Tiberio fue incapaz de ello. No sabía condescender ni acomodarse al espíritu de la época. Solamente Sejano, el prefecto de los pretorianos (su guardia imperial), se había ganado su ilimitada confianza desde el día en que, en un viaje por la Campania, el emperador se detuvo en una gruta para reparar fuerzas, pues de pronto se desprendieron de la bóveda enormes piedras que aplastaron a varios servidores, y mientras todos huían, pensando sólo en su propia seguridad, Sejano se arrojó sobre Tiberio, protegiéndolo con su cuerpo. Pero Sejano era astuto, cauteloso como una serpiente que despliega sus anillos en silencio. Logró hacerse indispensable a Tiberio y al mismo tiempo supo convertir a sus pretorianos en instrumento seguro. Incrementando su influencia sobre el emperador, Sejano ganaba amigos en las más altas clases sociales y los proponía al emperador en los nombramientos de procónsules. Mientras cuidaba así su popularidad entre los optimates, Sejano esforzóse en profundizar el abismo que separaba al pueblo del emperador, cultivando la desconfianza y misantropía del solitario. Se convirtió en el genio malo de Tiberio. Éste simbolizaba así sus relaciones con el pueblo romano: "Tengo un lobo cogido por las dos orejas". Pero el lobo tenía las orejas cortas; por ello tenía que agarrarlas muy fuerte, si no quería ser devorado.
Criticar las declaraciones o los actos del emperador llegó a ser motivo suficiente para caer en su desgracia. Cuanto más seguro se sentía Sejano, en medio del terror provocado por él, más temerario era. ¿Por qué, siendo jefe de diez mil legionarios custodios del imperio romano, no podría convertirse en dueño de todo el imperio? El hijo del emperador, Druso, era un obstáculo: el heredero del trono no era fácil de engañar y adivinaba los más íntimos pensamientos del ambicioso comandante de la guardia. Druso odiaba al favorito de su padre. Un día no pudo contenerse: la escena empezó por un cambio de chanzas y acabó con una bofetada de Druso al pretoriano. Desde aquel momento, Sejano no retrocedió ante ningún medio para aniquilar al heredero. Se hizo asiduo de la esposa de Druso; colmándola de atenciones, logró seducirla hasta tal extremo, que mandó preparar a su médico personal un veneno que la desembarazó de su marido.
Eliminado Druso, tres personas impedían aún el camino de Sejano: los tres hijos varones de Germánico. Su madre era la altiva y ambiciosa Agripina, hija de Julia. Como otros muchos, sospechaba que el emperador había mandado matar a su esposo y, mujer apasionada, no se recataba en divulgarlo. Sejano demostró un maquiavelismo, atroz. Incitó a Agripina a cometer imprudencias, comprobando satisfecho que crecía la desconfianza de Tiberio hacia su sobrina. Sejano vio ganada la partida. Hizo acusar a Agripina y a sus hijos de alta traición y que el Senado los condenase a destierro o prisión. Los tres se dejaron morir de hambre. Pero el favorito imperial obraba tan a su antojo, que Tiberio empezó a desconfiar de él, como de los demás, y a temerle. Un día tuvo pruebas que Sejano conjuraba contra él. El traidor debía recibir su castigo, pero el viejo emperador no se atrevió a hacerlo directamente, por temor a una posible rebelión de los pretorianos. Socavó con astucia el poder de Sejano. El Senado y el pueblo debían saber que Sejano no era tan poderoso como antes. Tiberio siguió colmándole de honores, pero, de vez en cuando, le reprochaba su conducta y el favorito perdió seguridad. Al fin, Tiberio pudo asestar el golpe de gracia que tenía largo tiempo preparado.
Ante todo, Tiberio tranquilizó a Sejano, prometiéndole un puesto de tribuno, que haría del pretoriano un co-regente del emperador. Un día del año 31 se rumoreó que el esperado nombramiento acababa de decretarse en Capri, donde se hallaba Tiberio. Se le presentó un oficial de la guardia con una carta del emperador. Loco de alegría por el honor que le dispensaban, Sejano penetró en la sala de juntas del Senado. La presa había caído en la trampa. Leyóse la carta del emperador, un documento interminable, escrito en estilo enfático y ampuloso. Nadie sabía cómo terminaría aquello. Sólo al leer las últimas frases comprendieron todos que el prefecto de los pretorianos había sido declarado culpable de alta traición y debía ser detenido en el acto. Parecía que había caído un rayo en el Senado. Sejano seguía sentado, petrificado. Al acercarse el cónsul de turno para arrestarlo, preguntó: "Pero ¿se trata de mí?" Todos los odios suscitados por el favorito estallaron de súbito. Como suele ocurrir en casos parecidos, quienes más lo habían adulado, fueron ahora los que lo ultrajaron más. En el trayecto del Senado a la prisión, arrojóse la multitud sobre el prefecto caído, le rasgó los vestidos y le golpeó el rostro. Entretanto, el oficial mensajero del emperador calmó a los pretorianos. Les anunció que Tiberio había depuesto a Sejano y lo había nombrado en su lugar comandante de la guardia. Tiberio escribió una carta tan larga para que el nuevo jefe militar tuviese tiempo de vencer las dificultades de la sucesión. Mediante ricos presentes en especie, los soldados quedaron convencidos: valía más obedecer al nuevo prefecto. Aquel mismo día, el Senado condenó a muerte al favorito, antes todopoderoso. El cadáver de Sejano fue entregado a la venganza del pueblo, que lo arrastró durante tres días por las calles de Roma antes de arrojarlo al Tíber. El mismo pueblo derribó e hizo añicos las estatuas erigidas al favorito del emperador cuando era dueño del poder. Los parientes y amigos de Sejano, tenidos como cómplices, fueron asesinados. Incluso sus hijos pequeños expiaron las faltas del padre. La madre, desesperada ante los tiernos cadáveres, escribió a Tiberio y reveló que su marido fue culpable de la muerte del heredero del trono; luego, la desventurada se suicidó. Tiberio enloqueció ante tales esclarecimientos. Su persistente disgusto hacia cuantos le rodeaban estalló con la fuerza de un huracán que siembra la muerte y la desolación a su paso.
Hasta entonces, Tiberio se había contenido en su amargura; ahora su decepción y desprecio por sus semejantes llegaron a tal punto, casi perdió el dominio de sí mismo. El emperador tenía entonces sesenta años; hacía cinco que vivía en la isla de Capri. En esta "isla de recreo" trataba de olvidar la pompa del imperio que le horrorizaba, las mujeres ambiciosas e intrigantes de la corte, la humanidad entera. Nada ni nadie pudo persuadirlo a que volviera a ver las siete colinas de Roma. Prefería vivir en su quinta de mármol blanco, erigida sobre rocas entre viñedos, dominando uno de los paisajes más bellos del mundo, con el golfo de Nápoles, de luminoso azul, a sus pies, y al fondo, el Vesubio. Pero ¿gozaba Tiberio de tan excepcional panorama? Por orden suya zarpaban galeras imperiales de Capri a Roma, para ordenar nuevas matanzas. Los senadores obedecían a ciegas, esperando así alejar el peligro de su propia cabeza. En Roma, el sistema de delación oficial proporcionaba cada día nuevas víctimas, y en Capri las furias amargaban cada vez más el espíritu del viejo solitario. Los remordimientos de Tiberio acallaron un día su encono. Sentía imperiosa necesidad de aliviar su conciencia y expiar sus faltas. Dirigió una carta al Senado evidenciando ciertos síntomas de extravío: "Lo que voy a escribiros, senadores, la razón de que os escriba o que no quiera escribir hoy..., los dioses y diosas pueden abatirme más aún de cuanto yo sé abatirme cada día a mí mismo..." Mientras en Roma continuaba la matanza, su instigador permanecía en el roquedal de Capri. El litoral insular era escarpado y sólo pequeñas embarcaciones podían llegar allí. Los centinelas cerraban todos los caminos hacia la cumbre. Cuando aparecía una vela en aquella bahía resplandeciente de sol, era para traer nuevas denuncias o acusados para ser interrogados por el emperador. A veces también llegaba un abastecedor que había encontrado entre los jóvenes de Campania nuevas presas para los vicios del emperador. Tales relatos circulaban por la capital. Su veracidad debe ponerse en tela de juicio; es sabido que borrachos y licenciosos suelen hablar de perversiones sexuales. En Roma, todas las clases sociales se arrastraban entre la corrupción y la inmoralidad y el populacho imaginaba que el emperador aprovechaba su soledad en la bella isla para dar libre curso a todas las depravaciones a que ellos se dedicaban; pero es difícil que un hombre de vida irreprochable se convierta, derrepente, a los sesenta años, en un monstruo de perversidad. Sólo la muerte podía aliviar al desgraciado anciano. Ésta se hizo esperar: recién a sus setenta y ocho años de edad exhaló el último suspiro. Augusto había muerto a los 76. Se cuenta que Tiberio abrió los ojos cuando todos lo creían muerto; el sucesor de Sejano, horrorizado, se precipitó sobre el emperador y lo asfixió entre las almohadas.
Tácito describe a Tiberio como un tirano autoritario y cruel, hipócrita y licencioso. Su historia de los "Césares locos" es una larga tragedia que impresiona al lector. Ahora bien: el historiador que más ha influido en la opinión sobre los primeros emperadores romanos era enemigo irreconciliable de la institución imperial; sería injusto olvidarlo y juzgar con él la memoria de Tiberio. Tácito consideraba al cesarismo como un mal político y no comprendía en absoluto las razones históricas de la institución imperial que se encargó de asegurar el bienestar del imperio. Las descripciones psicológicas de Tácito parecen de una exactitud asombrosa, pero acaso deriven del prejuicio aristócrata contra el poder personal. Los eruditos de épocas posteriores han tenido dificultades, por culpa de Tácito, para reconstruir una imagen más fiel del segundo emperador. Quizás algunos de ellos hayan ido demasiado lejos al rehabilitar a su héroe. No obstante, hoy tenemos una opinión de Tiberio más exacta que la de Tácito, cuyo odio hacia éste lo mueve a consideraciones generales que se oponen a los hechos indicados por el mismo historiador. Es notable, por ejemplo, que Tiberio perdonase a muchos reos de lesa majestad. Un biógrafo de Tiberio ha calculado que concedió perdón en la mitad de los casos citados por Tácito. Según parece, nadie era condenado sólo por alta traición, sino cuando ésta iba acompañada por algún otro delito. Desde luego, se impone una pregunta: ¿las numerosas acusaciones de lesa majestad no deben considerarse como pruebas de adhesión de un Senado invertebrado hacia su emperador? Otra opinión puede tenerse de Tiberio soslayando en el texto de Tácito todo cuanto éste pudiera "pensar" o "querer", y ateniéndose sólo a lo que el emperador hizo en realidad, según el propio Tácito: el historiador republicano tiende a colocar todos los actos de Tiberio a una luz desfavorable y sólo ve hipocresía si, el emperador aparece en sus momentos buenos. Otros aspectos sombríos desaparecen también si se toma con un gramo de humor todo lo que Tácito cuenta de los chismes que circulaban en Roma, aquellos "se dice que..." y "es opinión común que..." No debe olvidarse tampoco que los contemporáneos de Tiberio hablaban bien de él, al menos según testimonios llegados a nosotros, y que Tácito vivió en el siglo siguiente. Quien desee juzgar, en general, la obra de Tácito, debe tener en cuenta un hecho: Tácito es un despiadado observador de los hombres y de los acontecimientos, incapaz de ver el lado bueno de las cosas, al parecer. Existe una profunda diferencia entre su obra y la de Tito Livio. Éste escribía compartiendo; el orgullo nacional brota en cada página suya cuando describe los hechos heroicos del pueblo romano, los progresos de Roma, su imperio. Tácito, en cambio, escribe la historia como si cumpliese un deber penoso y no se esfuerza en ocultar que le repugna el curso de los acontecimientos. Juzgaba los hechos y las personas con la visión de un vecino de la urbe y, como tal, despreciaba al campo y las provincias. Si hubiese sentido simpatía por estas regiones, lo más importante del imperio, quizás habría juzgado la época imperial de manera diferente. Lejos de las siete colinas, hubiera sido testigo de costumbres menos corrompidas y gentes más felices; pero Tácito sólo tenía ojos para Roma y sus contornos inmediatos. Una ojeada a las provincias le hubiese explicado por qué pudo mantenerse el imperio, pese a la larga serie de monstruos que ocuparon el trono. Las biografías de Suetonio constituyen otra fuente importante de documentación para el historiador actual. Pero estas obras conceden excesiva importancia a habladurías y chismorreos, propios de pueblos meridionales, que sacrifican frívolamente la verdad al placer del chiste o de la anécdota.
Tiberio no era un monstruo cruel ni un ser sediento de sangre, sino un soberano consciente de sus deberes. Fue sin duda uno de esos hombres que se diría han nacido para la desgracia, que matan toda la alegría del vivir en torno suyo. Tiberio era uno de estos hombres; la vida no era agradable bajo su reinado y ello se manifiesta en el gran número de suicidios que se cometieron durante su época: se suicidaban sobre todo quienes temían ser acusados de alta traición. En tiempo de Tiberio y sus inmediatos sucesores, el suicidio llegó a ser una verdadera epidemia. La vida de Tiberio hubiera sido quizá distinta si no lo hubiesen obligado en su juventud a separarse de la mujer que amaba. El resentimiento por esta violenta intromisión en su vida privada persistió hasta su muerte. Dícese que cuando encontraba a su primera mujer, los ojos de este hombre, tan desapegado de los demás, se llenaban de lágrimas.
📖 Fuente: Historia Universal, Carl Grimberg, Tomo 3